Me gustaba cantar cada vez que bajaba a la mina. Era una forma como otra cualquiera de vencer el temor que sentía al descender a las tripas de la tierra. Una vez dentro, el miedo a ser engullido por el yacimiento se desvanecía, como si fuera algo evanescente. Como si nunca hubiera existido. En su lugar, era sustituido por el pánico al capataz y su látigo. Y a su voz. Una voz que me ordenaba que escarbara la tierra, que me diera prisa, que pusiera un explosivo aquí, otro allí. Allá. Que no parara. Así diez horas, todos los días, todos los meses. Durante años.
Yo, por entonces, debería haber sido un niño que iba a la escuela. Que jugaba. Y ni tan siquiera sabía leer ni escribir. Mucho menos tenía juguetes. Solo una familia que se moría de hambre.
Con el tiempo, descubrí que el capataz, un tipo de mi pueblo, vivía bien, no padecía como lo hacíamos nosotros. Sus hijos iban a la escuela y su mujer estrenaba vestido una vez al mes. Así que me prometí ser como él. Me esforcé duro para ocupar su lugar. Y poniendo las zancadillas precisas, finalmente, lo logré.
Hoy son mis hijos los que aprenden las letras. Celebro sus cumpleaños con pasteles y globos. Mi mujer estrena vestido todas las semanas. Y yo, me acomodo en mi sillón de cuero, enciendo un habano y, de vez en cuando, me paseo por la mina para vigilar a los obreros. En ocasiones, no me queda otra que azotar a los niños que se retrasan en el trabajo. No lo hago muy fuerte pero aún así, a veces sangran.
Sigo cantando cada vez que desciendo al interior de la mina. Aunque el miedo, ya nunca se desvanece.
No.
Al menos, no lo hace, si miro los ojos de los pequeños.
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