domingo, 18 de octubre de 2015

El pazo

Clara olía a tierra mojada y a biznaga. A fruta fresca y azahar. Su rostro era exquisito, bello, con unas finas pecas que hacían pensar que tomaba el sol con colador.  Ella y yo éramos todo lo amigos que podíamos ser debido a nuestras circunstancias. Clara era la hija de la cocinera del pazo de los señores del pueblo.
Mis padres.
Yo era un niño enclenque y enfermizo al que Clara, con su alegría, hacía feliz. Solíamos jugar juntos en el jardín o en la casa y, de vez en cuando, cometíamos alguna pequeña travesura. Yo, entonces, me sentía pletórico. Vivo.
Al crecer, las cosas cambiaron y Clara y yo nos limitábamos a unos pocos saludos de cortesía.  Aunque sus ojos seguían destilando dulzura al mirarme.
Yo la amaba.
Pero lo nuestro no era posible. Mis padres nunca lo hubieran permitido.
Una noche en que el jilorio no me dejaba dormir, bajé a la cocina con la intención de tomar un bocado.  Mi cerebro tardó en tomar consciencia de lo que mis ojos veían: mi padre estaba besando a Clara.
Como pude procuré que no me vieran y me marché de allí. Esa noche no pude dormir y a la salida del sol me dirigí a la habitación de Clara, en los sótanos.  Entré en su cuarto sin llamar y me la encontré ya vestida y aseada, pero sus ojos mostraban signos de haber llorado. Hice caso omiso de ello y la exhorté con vehemencia a que confesara que era la amante de mi padre.
El latido del corazón se me aceleró al escuchar su afirmación.
No sé por qué lo hice, pero la estrangulé. Y a pesar de ser un hombre débil, sentí que ella se quebraba en mis manos.
Mi madre fue la cómplice silenciosa que yo necesitaba para esconder a Clara. No me hizo preguntas.
Sonreía.
Hace unas semanas mis nietos encontraron la espelunca en la que mi madre y yo escondimos a Clara. También descubrieron los esqueletos.
Dos.
El de una mujer y un bebé recién nacido.

Un olor a biznaga lo inundaba todo.  



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