Clara olía a tierra
mojada y a biznaga. A fruta fresca y azahar. Su rostro era exquisito, bello,
con unas finas pecas que hacían pensar que tomaba el sol con colador. Ella y yo éramos todo lo amigos que podíamos
ser debido a nuestras circunstancias. Clara era la hija de la cocinera del pazo
de los señores del pueblo.
Mis padres.
Yo era un niño
enclenque y enfermizo al que Clara, con su alegría, hacía feliz. Solíamos jugar
juntos en el jardín o en la casa y, de vez en cuando, cometíamos alguna pequeña
travesura. Yo, entonces, me sentía pletórico. Vivo.
Al crecer, las cosas
cambiaron y Clara y yo nos limitábamos a unos pocos saludos de cortesía. Aunque sus ojos seguían destilando dulzura al
mirarme.
Yo la amaba.
Pero lo nuestro no
era posible. Mis padres nunca lo hubieran permitido.
Una noche en que el
jilorio no me dejaba dormir, bajé a la cocina con la intención de tomar un
bocado. Mi cerebro tardó en tomar
consciencia de lo que mis ojos veían: mi padre estaba besando a Clara.
Como pude procuré que
no me vieran y me marché de allí. Esa noche no pude dormir y a la salida del
sol me dirigí a la habitación de Clara, en los sótanos. Entré en su cuarto sin llamar y me la encontré
ya vestida y aseada, pero sus ojos mostraban signos de haber llorado. Hice caso
omiso de ello y la exhorté con vehemencia a que confesara que era la amante de
mi padre.
El latido del corazón
se me aceleró al escuchar su afirmación.
No sé por qué lo
hice, pero la estrangulé. Y a pesar de ser un hombre débil, sentí que ella se
quebraba en mis manos.
Mi madre fue la
cómplice silenciosa que yo necesitaba para esconder a Clara. No me hizo
preguntas.
Sonreía.
Hace unas semanas mis
nietos encontraron la espelunca en la que mi madre y yo escondimos a Clara.
También descubrieron los esqueletos.
Dos.
El de una mujer y un
bebé recién nacido.
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