Me enamoré de Antonio nada más verlo. Su cara regordeta y su
sonrisa de niño grande llenaron la pantalla de mi televisión haciendo invisible
al resto de los tertulianos.
Después, habló. Y lo
que contó hizo que me estremeciera. Habló de su trabajo como periodista, de
cómo arriesgaba su vida para que el mundo conociera lo que es la guerra.
Y también quiso mostrarnos las absurdas tradiciones ancladas
en el pasado que atentan contra lo más elemental del ser humano: su libertad.
A partir de entonces, comencé a leer sus reportajes. Una de sus frases me llamó, más todavía, la
atención: “Mientras me quede aire volveré a narrar el horror de la guerra”.
Entonces me enamoró todavía más. Por su valentía. Y su coraje.
Después, leí que tres periodistas españoles habían
desaparecido en Siria. Como de puntillas daban sus nombres. Uno de ellos era
él.
Antonio Pampliega.
Desde entonces buscó
información sobre su paradero y el de sus compañeros. Pero no encuentro nada.
Nada.
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