Hacía calor y Celía se acercó a la laguna. Se sentó en su orilla y observó a las aves que allí vivían. Estilizadas, largas y
hermosas. Libres. Respiró hondo y las envidió.
Miró a su alrededor y como casi siempre se sintió fuera de
lugar. Diferente. Ella no era igual que las otras. No sentía ni creía lo mismo
que ellas. Pero aun así, había cumplido con su deber. A veces, había pensado en
abandonarlo todo. Sus padres habían muerto, no podrían ya reprocharle nada y poco
la ataba a aquel lugar. Solo Silvia. Ella sí. Ella era algo suyo, al menos lo
había sido mientras la había llevado en su vientre. Después había tenido que
regalarla. Darla en adopción.
Había amado a aquel hombre con una pasión que la sorprendió.
No estaba preparada ni educada para ello. Se entregó a él con la certeza de que no tenían futuro. Celia
conocía de sobra su destino y lo que se esperaba ella, pero no quiso renunciar
a conocer el amor carnal.
Con lo que no contaba era con quedarse embarazada, pero
asumió su nuevo estado con estoicismo, dejó a su amante y siguió su camino.
Nunca se había cuestionado si el acto de entregar a la niña
en adopción había sido amoral. Desde el primer momento supo que tenía que
hacerlo. Y lo hizo. Pero, desde entonces, un dolor agudo se había instalado en
su corazón.
Divisó a Silvia con la mujer que la había criado. Las dos
estaban cerca de la laguna e iban cargadas con sendas cestas repletas de huevos.
Supuso que se dirigían al convento.
—Buenos días, hermana Celia. Se ha mojado el hábito. ¡La madre
superiora la va a regañar! —dijo Silvia al llegar a su altura.
Reprimiendo una sonrisa y poniendo un gesto adusto en su
cara, Celia se levantó de un salto.
—Voy a ser yo quien te regañe a ti, niña insolente
—contestó.
¡Dios, cómo amaba a esa chiquilla!
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