A Flavio lo apodaban “El magnífico” por su aspecto imponente y
viril. Era alto, fibroso y de porte elegante. Fuerte y poderoso. Inteligente y de movimientos rápidos.
Era un esclavo.
Siendo el hijo bastardo de una sierva cautiva, Gaia, su destino parecía claro desde el mismo
momento de su nacimiento. Las malas lenguas decían que a su madre la había
preñado el magistrado Aurelio Cursor, hombre principal del Imperio y casado con
Mesalina Agripa, hija y nieta de senadores.
Verdad o no, Aurelio se había hecho cargo de la educación de
Flavio criándolo casi como a un hijo hasta el momento en que Mesalina había visto en el niño un peligro
para su propio vástago, Cornelio. La familia de Mesalina había amenazado a Aurelio con privarle de sus privilegios y Gaia había aparecido con la garganta
seccionada. Nadie tenía noticias del
niño.
El magistrado Cursor no había dudado en deshacerse de la
esclava, pero no de Flavio. En un acto
de piedad había llevado al niño a una escuela de gladiadores, perdonándole así
la vida. Suponía que nadie lo encontraría jamás.
Y así había sido.
Hasta el momento.
Mesalina Agripa miraba al joven gladiador que acababa de
salir a la arena. Las bellas facciones del muchacho le recordaban a cierta
esclava que había habitado en su casa tiempo atrás. Y la boca… Pero no, no podía ser, el melindroso de su
esposo nunca se hubiera atrevido a desobedecer las órdenes recibidas de sus
parientes, los senadores. ¿O sí?
Por si acaso, había tomado medidas.
Aurelio Cursor, miraba de reojo a su esposa. Sabía que esta
era buena fisionomista y el bastardo de Flavio tenía el mismo rostro que la
difunta Gaia. Aunque un buen observador podía apreciar que los labios carnosos…
pero no, no creía que Mesalina pudiera verlo desde la grada. ¿O sí?
Cornelio, hijo de ambos, miraba al gladiador que pronto le
pertenecería. Su padre le había dicho que iba a ofrecérselo como regalo. Con él
ganaría suficientes denarios para poder vivir holgadamente. Y algo más.
Flavio “El magnífico”,
el bastardo, miraba a la grada
vociferante. Estaba cansado.
Harto de luchar.
Harto de vivir.
Desde su infancia se había dedicado a aprender el arte de la
lucha y a ponerla en práctica en numerosas ocasiones. Siempre ganaba.
Siempre.
Así que suponía que su amo había amasado una pequeña fortuna
gracias a él. Aquel que decían que era
su padre. ¡Maldita si le importaba que lo fuera! Flavio había decidido morir
ese día, le habían dicho que lucharía delante de su propietario y de su esposa.
Se dejaría matar por su contrincante. A
su mente acudieron los únicos días de su vida en los que había sido feliz,
aquellos en los que él había llegado a su vida.
Él.
Aquél con el que compartió su celda miserable de tres metros
cuadrados. Aquél que lo acarició y limpió su torso de las heridas recibidas en
combates.
Aquél que un día lo amó.
La grada gritó de placer cuando salió a la arena el
contrincante de Flavio. La mayoría de apuestas eran a favor del bastardo. Nadie
dudaba de la superioridad de “El magnífico”.
Un silencio incómodo invadió el anfiteatro. Fue roto por el
cuerpo de Flavio al chocar contra la arena. Una espada atravesaba su corazón.
Mesalina Agripa sonrió. Demasiado fácil, ya no tendría que
recompensar al contrincante de Flavio por llevar veneno en su espada.
Aurelio Cursor gritó reconociendo lo que todo el mundo
sospechaba.
Cornelio lloró por el amor que se le escapaba.
Y los espectadores escupieron el cuerpo sin vida de aquél
que los había traicionado.
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