Querida Clara:
¿Recuerdas que de niñas hicimos un pacto de sangre? Cortamos
nuestros deditos con una cuchilla de afeitar y juntamos las yemas ensangrentadas. De este modo, nos
juramos amistad eterna. Clara y Berta.
Siempre juntas.
Solo que tú cumpliste. Yo no.
Es tarde para enmendar mis errores pero necesito decirte
tantas cosas… ¿Por dónde empezar? No lo sé. La pena me ahoga y la vergüenza me
atenaza, taladrándome las entrañas como una rata hambrienta.
Aunque, tal vez, todo ello podría resumirlo en una sola
palabra. En una súplica.
Perdóname.
Sí, te pido perdón por todas las veces que vi cardenales en
tu cara y miré hacia otro lado. Por todas las ocasiones en que tus labios
inflamados me hablaban en silencio de sufrimiento. El tuyo. Por los días que vi
tu número reflejado en el teléfono y decidí no descolgar. Por tus noches en
vela. Por tu soledad.
Por todas las ocasiones en las que no hice nada.
Ni siquiera preguntarte. Mucho menos ayudarte.
Aunque ahora, ya es tarde.
Esta mañana he ido al cementerio a decirte adiós para
siempre. He querido verte y no me lo han permitido. Me han dicho que tu cuerpo estaba demasiado mancillado. Por un
momento me he alegrado, pensando que ahora descansarás. Libre, por fin. Y no
llorarás pensando en el hombre que no te quiere y en la amiga que nunca lo fue.
Tu madre y tu hija, al verme, han venido a abrazarme, pero
yo he dejado caer los brazos a lo largo
del cuerpo, incapaz de corresponderlas.
Incapaz de apoyarlas en su dolor. Porque de alguna manera soy cómplice de tu
asesino, Isidro, aquel que un día te juró fidelidad y amor eterno. Aquel que un
día decidió abandonar tu cama y venirse a la mía. A la de la que considerabas
tu mejor amiga.
Descansa en paz, querida amiga. Qué al menos tú puedas hacerlo.
A Isidro y a mí, nos esperan en el infierno.
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