Con este relato gané hace un par de años un certamen de Navidad. Este año, no igual pero sí parecido, lo he presentado a Territorio de Escritores y me he quedado la séptima u octava por abajo. Es curioso como el mismo relato puede gustar o no gustar depende quien lo lea.
Esta es la versión ganadora, aunque había hecho otra que no encuentro por ningún lado. Esto me recuerda que tengo que organizar mis relatos...
Me vestí con la
peor ropa que tenía en el armario y me tizné la cara con el hollín que había
desprendido la estufa vieja y de segunda mano que presidía mi austera
habitación. Después me anudé un pañuelo de color negro en la cabeza. Al mirarme
en el espejo, roto y desvencijado, comprobé que el resultado era bastante satisfactorio.
Desperté a Lucas,
mi hijo de diez meses, y me lo coloqué en uno de mis pechos. El pequeño
succionó la poca leche que aún manaba de él, con ganas, tenía hambre. Cuando
terminó, le cambié el pañal y vestí su cuerpecito con ropa ajustada y no demasiado
limpia. En silencio le pedí perdón.
Con el niño en
brazos, me dispuse a comenzar mi jornada laboral. Era el día de Nochebuena y,
por ello, tenía que ganar más dinero del que solía conseguir habitualmente. Si
no lo hacía así, la ira de Gabriel caería sobre mí.
Me encaminé hacia
un gran centro comercial. Con algo parecido a la fascinación, contemplé
la decoración de la fachada llena de diminutas luces que, en cuanto cayera la
noche, se encenderían dando paso a un fantástico espectáculo.
Me senté en el
suelo, a las puertas del comercio, y me dispuse a pedir limosna. Recé para que
fuera un buen día, las personas tendían a ser más generosa en días señalados.
Observé como la
gente hacía compras de última hora, algunos con prisa, otros disfrutando del
momento. Nadie indiferente. Los niños se veían felices porque Papá Noel, esa
madrugada, les visitaría para dejarles los regalos que habían pedido. Y, todos
ellos, cenarían caliente esa noche.
Una mujer joven
con un niño que se le aferraba con fuerza a la mano, depositó unas monedas en
el platillo que yo había dispuesto para tal fin. Le di las gracias y entonces
el niño me preguntó:
—¿No tienes frío?
No llevas ropa de abrigo y tu bebé parece tenerlo también.
—Vamos, Jorge, no
seas grosero —dijo su madre mientras tiraba de él.
Miré a mi
pequeño. Estaba moradito y temblaba. Sin pensarlo entré en el centro comercial,
allí había calefacción y mi hijito entraría en calor.
Cerré los ojos y
me imaginé de nuevo en mi país, antes de que Gabriel me enamorara, antes de que
las mentiras y las mafias de personas se colaran en mi vida. Antes de ahora.
Un guardia de
seguridad me devolvió a la realidad. Mi realidad.
—¿Qué haces tu
aquí? —Y con desprecio, continuó increpándome: —No está permitida la entrada a
gente como tú. Vamos, sal fuera.
En esos momentos
el bebé se puso a llorar. Sin saber muy bien que hacer intenté encontrar
compasión en el guardia.
—A mí no me
convences, sé qué clase de chusma eres y lo que intentas conseguir con tu
hijo. A mi no me das pena, venga lárgate.
La gente empezaba
a hacer corrillo alrededor nuestro. Avergonzada me fui de allí, con la cabeza
baja. Pensé en mi madre y en lo que diría si pudiera verme ahora. De primera de
mi promoción en la carrera, a mendiga profesional. Y todo por amor. Amor a un cobarde.
Volví a la calle
y me percaté de que Gabriel se encontraba por las inmediaciones del centro
comercial. Supuse que se enfadaría, yo había perdido el platillo y las pocas
monedas que en él había.
— ¡Aurelia,
Aurelia! —oí que gritaba con furia el hombre al que una vez había amado.
Miré a Lucas y me
di cuenta de que si no hacía nada para remediarlo, su destino sería arriesgar
la vida limpiando los coches parados en los semáforos. Y no, yo quería que
también para él existiera la Navidad. Y que tuviera regalos. En esos
momentos, decidí hacerle uno. El mejor.
Entonces,
sujetando con fuerza a mi hijo, me eché a correr.
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