Llueve.
Aquí casi nunca no lo hace pero, cuando esto sucede, el
repiquetear de la lluvia contra los cristales me trae tu recuerdo.
Es entonces cuando busco por los cajones de tu cómoda papel
de fumar y me lio un cigarrillo para saborearlo sentada en el sillón de orejas
que tanto te gustaba. Es como si quisiera atraparte, traerte de vuelta.
Y te recuerdo.
Parecía que lo teníamos todo. Nuestros sueños de
adolescentes se habían cumplido: un buen trabajo, una casa preciosa. Unos niños
maravillosos.
Todo.
Ese día, como ahora, llovía. Había dejado a los niños con mi
madre e imaginaba una noche llena de lujuria entre los dos. Adelantándome a tu llegada imaginaba nuestro encuentro y me
excitaba al pensar en ti, en tus caricias. En mi deseo.
Llovía.
Tardé en identificar la melodía como el sonido de mi
teléfono móvil. Supuse que uno de los niños la habría cambiado. Mojada y
anhelante, lo descolgué. Deseaba que no fueras tú diciéndome que no vendrías. Porque
si lo eras, todo mi castillo se destruiría.
Una voz impersonal me informó de tu accidente. Me vestí a
toda prisa y fui al hospital. Nadie me
dijo que alguien acababa de irse de la habitación donde te habían ingresado.
Pero yo ya lo sabía.
Lo supe en cuanto entré en la habitación donde te tenían
sedado. Un fuerte olor a lavandas lo inundaba todo. El olor de otra.
EL olor de ella.
Al acercarme a ti el olor se intensificó y la tenue mancha
de carmín en tu mejilla corroboró algo que llevaba tiempo sospechando.
Tu traición.
No fue muy difícil. Solo tuve que ponerte la almohada en la
cara y apretar. Tu estado de debilidad
impidió que pudieras defenderte.
Llovía.
Después solo tuve que representar mi papel, el de esposa
doliente. Llevaba tanto tiempo llorándote que no fue demasiado difícil.
Llueve.
Apago el cigarrillo y me hago un ovillo en el sofá. Pronto dejará de llover y tal vez tu fantasma
se vaya con la lluvia.
En la calle, una sirena pasa de largo.
Pero sé, que pronto vendrán a buscarme.
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