Con este relato me he quedado segunda en el Territorio de Escritores. El tema a tratar era la crisis. A mi se me ocurrió esto.
Una gran crisis emocional atenaza mi existencia. A veces pienso que lo mejor sería quitarme la vida. Si eso fuera posible, claro. Muchas veces me pregunto qué hago aquí, a quien le importo. Si me pongo a pensar quien cree en mí, la respuesta es sencilla: nadie.
Así que con este panorama, ayer me dispuse a salir a la calle, a ver si alguien reparaba en este pobre diablo. Por supuesto, nadie lo hizo. Primero me dio por empujar a una anciana que paseaba por la calle con su perro. Al principio trastabilló, pero continuó su camino. Eso sí, se enfadó con su perro increpándole por meterse entre sus piernas.
— ¡Señora, que fui yo! ¡Qué no fue el perro! — grité, pero fue en vano porque la mujer ni se inmutó ante mis alaridos.
Después me dio por ir a una obra y tirar a un obrero desde el andamio. Cuando lo hice, lo único que conseguí fue que fuera una inspección y sancionara al dueño por incumplir las normas de seguridad. El obrero estaba inconsciente, pero vivo. Una ambulancia se lo llevó y aunque los médicos se preocuparon más porque se acercaba la hora de comer, le salvaron la vida. Una lágrima rodó por mi mejilla, me sentía inútil.
Se me ocurrió entrar en una iglesia. Tal vez allí alguien me prestara la atención que yo requería. Sin disimulo escupí en la pila del agua bendita y un cura que pasó por mi lado no se percató de nada. Lógico si tenemos en cuenta que la iglesia ya niega mi existencia y mi morada. Eché humo y grité, pero fue en vano. La casa de Dios estaba vacía.
Un gran estruendo procedente del exterior acaparó mi atención. Salí con presteza a la calle y allí me encontré un espectáculo dantesco: una decena de personas estaban mutiladas o heridas. Otras tantas, muertas. Parecía un atentado terrorista.
Entonces comprendí que nada de lo que yo pudiera hacer podría superar a las acciones de los humanos. Ellos estaban sedientos de sangre.
Así que mi crisis y yo regresamos a casa.
Al infierno.
Así que con este panorama, ayer me dispuse a salir a la calle, a ver si alguien reparaba en este pobre diablo. Por supuesto, nadie lo hizo. Primero me dio por empujar a una anciana que paseaba por la calle con su perro. Al principio trastabilló, pero continuó su camino. Eso sí, se enfadó con su perro increpándole por meterse entre sus piernas.
— ¡Señora, que fui yo! ¡Qué no fue el perro! — grité, pero fue en vano porque la mujer ni se inmutó ante mis alaridos.
Después me dio por ir a una obra y tirar a un obrero desde el andamio. Cuando lo hice, lo único que conseguí fue que fuera una inspección y sancionara al dueño por incumplir las normas de seguridad. El obrero estaba inconsciente, pero vivo. Una ambulancia se lo llevó y aunque los médicos se preocuparon más porque se acercaba la hora de comer, le salvaron la vida. Una lágrima rodó por mi mejilla, me sentía inútil.
Se me ocurrió entrar en una iglesia. Tal vez allí alguien me prestara la atención que yo requería. Sin disimulo escupí en la pila del agua bendita y un cura que pasó por mi lado no se percató de nada. Lógico si tenemos en cuenta que la iglesia ya niega mi existencia y mi morada. Eché humo y grité, pero fue en vano. La casa de Dios estaba vacía.
Un gran estruendo procedente del exterior acaparó mi atención. Salí con presteza a la calle y allí me encontré un espectáculo dantesco: una decena de personas estaban mutiladas o heridas. Otras tantas, muertas. Parecía un atentado terrorista.
Entonces comprendí que nada de lo que yo pudiera hacer podría superar a las acciones de los humanos. Ellos estaban sedientos de sangre.
Así que mi crisis y yo regresamos a casa.
Al infierno.
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