Para el concurdo del circulo de escritores : la imagen imposible
En el horizonte iba
apareciendo el contorno de una isla y al acércanos a ella pude
contemplar cómo esta iba
introduciéndose en una botella. Boquiabierta, creí reconocer
el fenómeno.
Una Fata Morgana.
Pero no, no lo era. Me lo
dijeron los marineros cuando fui a preguntarles, maravillada por mi
hallazgo. Por
esa zona no se producían espejismos. No se daban las condiciones
adecuadas para ello.
Decepcionada primero y algo
asustada después, me pregunté el motivo por el qué mi mente había proyectado
esa imagen. Tal vez era un mal presagio y esa isla se convirtiera en una cárcel
para mí.
O en un cementerio.
Me reprendí por mi
desmesurada y nada agradable imaginación y prometiéndome pensar más tarde en la
Fata Morgana, real o no, me esforcé por tener pensamientos más armoniosos, así
que intenté visualizarme paseando por la playa, retomando mis clases de
botánica, aprendiendo a cocinar y a pintar...Sí, eso haría. Esos iban a ser mis
nuevos propósitos.
Anochecía cuando el ferry
ancló en el puerto de la pequeña isla que, Dios mediante, iba a convertirse en
mi futuro hogar. En el desembarcadero me esperaban Ricardo, mi prometido,
y Alba, su madre. Mi futura suegra. Aún no la conocía, pero intuía que era una
mujer autoritaria y algo déspota. Insatisfecha con la conducta de su único
hijo, por lo que este me contaba, nunca había querido viajar hasta el
continente para conocerme.
Por eso me sorprendió
encontrar a una mujer pequeña y afable, de rostro un tanto pálido y arrugado,
pero armónico, donde destacaban unos ojos grandes y rasgados, los cuales
no tardaron en evaluarme sin disimulo. Pronto una gran sonrisa le iluminó la
cara, demostrándome su beneplácito. Ricardo me abrazó y ella, tras unos
segundos de indecisión, le imitó.
Me enamoré de la casa
familiar nada más verla. Grande, de piedra. Bajo un foco de luz colocado
en el frontis pude contemplar como una enredadera de campanillas púrpuras
trepaba por la fachada confiriéndole un aspecto dulce y romántico. Me afiancé
en mi propósito de las clases de botánica. Iba a preguntar sobre
ello cuando un gato negro apareció de la nada y tras mirar a Alba, como si
buscara su beneplácito, se tumbó a mi lado, ronroneando de
satisfacción. Pensativa, lo acaricié.
Después de una buena cena,
conté a mis anfitriones mis recelos sobre lo que yo había creído un espejismo y
Ricardo me tranquilizó, diciéndome que tal vez mi cansancio era el responsable
de lo que él llamó, mi alucinación. A
continuación, Alba, solícita, me preparó
una infusión que, según dijo, me ayudaría a dormir Lo hice enseguida,
agradecida, y me fui a descansar. Pero, unas horas después, un dolor lacerante
me taladró el estómago. Me desperté gritando.
— Eres perfecta, niña —me
dijo Alba apareciendo con su gato en mi habitación—. Tu sangre, una vez
hervida y limpia, me servirá para rejuvenecer y tener el aspecto que nunca
debería haber perdido. Quería haber esperado a hacerlo, pero tus intuiciones en
forma de visiones me han hecho precipitar tu final —finalizó con una
sonrisa.
Ricardo, desde el quicio de la puerta,
sonreía satisfecho, encantado de contar por fin, con la aprobación de su
madre.
Asustada, me asomé a la ventana buscando
una salida. Entonces supe que no tenía escapatoria. La mayoría de las
campanillas habían desaparecido y adiviné donde se encontraban. En la infusión
que había tomado la noche anterior. Recordé mis clases de botánica: Ipomea
purpúrea. Flores hermosas.
Letales.
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