Intuía que la muerte me rondaba, tal vez debido a mi enfermedad o quizás a
manos de un indignado que ante el populacho alcanzaría visos de héroe. Así que para evitarla, hice lo único que se me
ocurrió: congelar mi cuerpo.
A pesar de que la criónica en vida del paciente estaba prohibida, no tardé
demasiado en encontrar a un científico que accediera a ello. Yo era un hombre
de recursos y con dinero suficiente como para acallar su conciencia y cerrarle
la boca. También le encargué todos los preparativos necesarios para que los
investigadores futuros encontrasen mi cuerpo.
Así que un buen día, lleno de esperanza, me sometí al proceso de
congelación. Lo que las noticias y más tarde la historia dijesen sobre mi
paradero me traía sin cuidado.
Unas cosquillas me hicieron despertar.
Sorprendido, contemplé a dos seres extraños que manipulaban mi cuerpo.
Eran bellos, pero carecían de cejas y pestañas, como si se las hubieran
quemado. Me fijé que solo tenían un dedo en cada mano, el índice, largo y
flexible. Casi a la vez, sentí una
presión en la cara e instintivamente me la toqué, percatándome de que aquello
que la oprimía era una mascarilla con un reservorio de oxígeno. Mi primera
reacción fue arrancarla.
— No lo haga, necesita respirar —me previno uno de aquellos seres
insólitos.
— ¿Quiénes son ustedes? ¿Por qué me han colocado esta mascarilla? ¿ Por qué
siento este cosquilleo que me recorre el cuerpo? —pregunté con temor.
—No se altere, unos nanorobots están extirpando el mal que le aqueja
—contestó.
Entonces lo recordé todo. Lo había conseguido. Todo había salido bien y
estaba a punto de ser curado de mi enfermedad. Me relajé en la camilla donde me
encontraba, tal y como me habían sugerido y, pasado un tiempo, el mismo ser de
antes comenzó a hablar:
—Hace trescientos años, en el siglo XXI, varias personas sin escrúpulos
sumieron a la población de este país en el caos, les privaron de todo aquello
que por derecho les pertenecía: sanidad, educación, empleo, vivienda…
Desde mi camilla, tragué saliva.
—Llegó un momento en que los ciudadanos no aguantaron más y tomaron las
armas – dijo el otro ser— y, pasado un tiempo, personas de otros países se les
fueron uniendo. La situación era insostenible, la tierra ya de por sí herida,
no aguantó más y se defendió provocando todo tipo de catástrofes. Solo unos
pocos sobrevivieron y nosotros somos sus descendientes directos.
Los nanorobots hicieron bien su trabajo y ese mismo día ya me sentí
recuperado. Los seres que me habían curado me invitaron a residir con ellos.
Acepté.
A pesar de que algunas personas, debido a mi aspecto un tanto diferente, me
llamaban “El marciano”, pronto me sentí integrado en aquella sociedad. Y quise
erigirme en su líder.
Por ello, un día entré en una biblioteca. Quería toda la información que
pudiera conseguir sobre esa civilización. La mala fortuna quiso que en ese
momento, un niño que tenía los ojos pegados a la pantalla de un e-book de
historia, levantara su mirada y me viera.
—Es el señor… es el antiguo presidente…—balbuceó el pequeño, atónito.
Pronto me sometieron a juicio. Acusado y condenado de ser uno de los
culpables de la destrucción de mi país el veredicto fue inmediato: el
destierro.
Una nave, con dos tripulantes, me trasladó a una vasta región deshabitada y
cubierta de nieve. Una vez allí, me abandonaron a mi suerte e igual que yo
había hecho en mi vida anterior, miraron hacia otro lado.
Y entonces me reí.
Al darme cuenta de que mi destino era
morir congelado.
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