EL cigarrillo me quemaba en las manos, así que lo tiré al suelo. Lo aplasté con mi coturno de corcho y su nicotina manchó los folios en blanco que arrugados estaban esparcidos por la habitación.
No había musas.
No había nada.
Solo un ligero olor a sarmiento.
Entonces vi la sangre.
Sangre seca. Sangre coagulada.
Y lo recordé. Recordé como la noche anterior yo había ido a tu casa. Habías bebido de ese wisky irlandés que tanto te gustaba y me ofreciste un trago. Lo acepté, claro. No paramos hasta vaciar la botella. Después continuamos con el tetrabrik de vino barato que tenías en la nevera.
Y entonces me gritaste.
Que nunca estaba cuando me necesitabas, dijiste. Que a pesar de tenerlo todo yo no nunca sería feliz, continuaste. Que mi arrogancia me condenaba a la soledad, terminaste.
Histérica, me reí. Y me despojé de la máscara.
Después de mis preciosos vestidos.
Follamos.
Como locos.
Como borrachos.
Como lo que éramos.
Creo que luego los dos caímos en una especie de sopor etílico, no puedo recordarlo bien. O nos desmayamos, quien sabe.
Volví a mirar la sangre y vomité sobre ella. Bilis, solo eso.
Me pregunté cuánto tiempo había transcurrido desde que yo estaba en tu casa. Desde cuando llevaba esa sangre ahí. A quien pertenecía.
Y te vi.
Fue al ir al baño. Allí estabas.
Muerto.
A tu lado, un puñal. Mi puñal.
De repente un montón de ideas bulló en mi cabeza. Regresé al salón y poniendo un folio en la Olivetti me puse a aporrear las teclas.
La policía me encontró así.
Otra loca, dijeron.
Nadie me creyó cuando dije que mi nombre era Melpómene. Mucho menos que yo era la musa de la tragedia.
Y que tú, al invocarme tantas veces, habías escrito la obra de tu vida.
La que yo había escrito en tu nombre: "La muerte".
La tuya.
Relato finalista (segundo puesto) en Terry.
No había musas.
No había nada.
Solo un ligero olor a sarmiento.
Entonces vi la sangre.
Sangre seca. Sangre coagulada.
Y lo recordé. Recordé como la noche anterior yo había ido a tu casa. Habías bebido de ese wisky irlandés que tanto te gustaba y me ofreciste un trago. Lo acepté, claro. No paramos hasta vaciar la botella. Después continuamos con el tetrabrik de vino barato que tenías en la nevera.
Y entonces me gritaste.
Que nunca estaba cuando me necesitabas, dijiste. Que a pesar de tenerlo todo yo no nunca sería feliz, continuaste. Que mi arrogancia me condenaba a la soledad, terminaste.
Histérica, me reí. Y me despojé de la máscara.
Después de mis preciosos vestidos.
Follamos.
Como locos.
Como borrachos.
Como lo que éramos.
Creo que luego los dos caímos en una especie de sopor etílico, no puedo recordarlo bien. O nos desmayamos, quien sabe.
Volví a mirar la sangre y vomité sobre ella. Bilis, solo eso.
Me pregunté cuánto tiempo había transcurrido desde que yo estaba en tu casa. Desde cuando llevaba esa sangre ahí. A quien pertenecía.
Y te vi.
Fue al ir al baño. Allí estabas.
Muerto.
A tu lado, un puñal. Mi puñal.
De repente un montón de ideas bulló en mi cabeza. Regresé al salón y poniendo un folio en la Olivetti me puse a aporrear las teclas.
La policía me encontró así.
Otra loca, dijeron.
Nadie me creyó cuando dije que mi nombre era Melpómene. Mucho menos que yo era la musa de la tragedia.
Y que tú, al invocarme tantas veces, habías escrito la obra de tu vida.
La que yo había escrito en tu nombre: "La muerte".
La tuya.
Relato finalista (segundo puesto) en Terry.
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