Víctor apretó los parpados y se sujetó la cabeza rapada con
ambas manos. Las sienes le martirizaban
y como siempre que esto le sucedía, maldijo al puto ron barato que se veía
obligado a beber por su falta de dinero. El silencio contestó a su grito.
El mar ya no cantaba.
Mientras una arcada le sacudía volvió a escuchar la melodía
y entendió que no era el mar quien la entonaba. Era un cante demasiado
profundo, como un lamento que surgía del interior de un alma dañada.
Pero al igual que el mar, lo adormecía.
Supuso que era humano.
El quejido subió su tono y espabiló a Víctor, quien decidió
ir en busca de aquel sonido, proveniente de las rocas, que de alguna manera lo
inquietaba.
Era una niña. Y cantaba como una anciana que lo ha visto
todo.
Que lo ha vivido todo.
La niña abrazaba el cuerpo inerte de una mujer. Y sus
lágrimas eran el acompañamiento magnífico que su voz necesitaba.
Y Víctor recordó.
Había sido una buena noche. Muy buena.
Había comido, bebido y follado. Después había salido de
caza. Había mucha. Cada vez más. Podía elegir a su presa y esta vez se había
fijado en una mujer flaca y de ojos vencidos. Se la había llevado sin que ella
ni sus compañeros opusieran resistencia. No se habían ido muy lejos. Detrás de
las rocas.
No quería su cuerpo. Solo su vida. Quería librar al mundo de
la escoria que cada día llegaba a la playa. Y la mujer se había dejado matar,
casi lo había implorado.
Miró a la niña a los ojos. Y pudo ver en ellos algo más que
el dolor de la chiquilla. Vio el suyo. Aquel que había sentido cuando siendo un
niño su padre mató a su esposa.
Su madre.
Víctor tuvo miedo.
Miedo de él mismo. Miedo de su odio. De su ser irracional.
Y comprendiendo que a la noche siguiente volvería a hacer lo
mismo se encaminó al mar. Mientras las olas lo engullían, el lamento de la niña
lo acompañó en su inmersión.
Después, la paz.
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