Erik
Me atusé el bigote, sonreí al espejo y me cepillé las botas.
Era el día de Navidad y quería estar presentable ante la llegada inminente de
los nuevos inquilinos. Sabía que a ellos no les importaría mi aspecto, pero me
gustaba demostrar mi superioridad en cada ocasión que mi trabajo lo requería.
No es que me gustara trabajar el día de Navidad, pero los
residentes llegaban todos los días y no era cuestión de acumular trabajo, me
gustaba ser eficiente y cumplir con mi obligación aunque fuera el día en que se
celebraba el nacimiento de Jesús. Nuestro Dios.
En cualquier caso, intentaría acabar pronto. Me esperaba una suculenta
comida en compañía de mis compañeros y después, tal vez, los brazos de Nadia,
la sirvienta.
Elena bajó del tren mirando al frente, altiva. No la
reconocí al instante, por supuesto.
Estaba flaca y desmejorada, con ojeras negras que destacaban en un
rostro afilado y pardusco. Pero sus
labios, a pesar de estar ajados, conservaban esa forma de fresa que una vez tanto
me gustó. Pero cuando los abrió, tal vez para hablarme,
pude vislumbrar unos dientes rotos y ennegrecidos.
No.
Ya no era mi Elena. Aunque su boca se empeñase en indicarme
lo contrario.
—Erik… —articuló como pudo Elena. Su voz, a pesar de su
altivez, estaba rota. Muerta.
Recordé la última vez que nos habíamos visto.
Elena
Nunca olvidé a Erik. No solo porque mi corazón de niña un
día lo amó, tampoco por su nula defensa ante mí cuando sus padres me echaron de
su casa. Creo que si Erik se quedó para siempre en mi mente fue por su afán de
destrucción aquella noche espeluznante.
Erik era algo mayor que yo y estudiaba en una academia
cercana a mi colegio. A veces, me esperaba a la salida de mis clases y me
acompañaba a la librería de mis padres, donde mi madre solía obsequiarnos con
una gran taza de chocolate y picatostes. Erik se relamía al ver la merienda y al ver su
lengua yo imaginaba que era a mí a quien chupaba. Me preguntaba qué pensaría el
puritano de Erik si supiera lo que mi
cuerpo, ya de mujer, anhelaba.
Una mañana, mi padre me dijo que no podía ver más a Erik,
que era peligroso, aunque no me explicó los motivos. Yo me enfadé, mis padres
no eran intransigentes ni me prohibían cosas, y en un acto de rebelión les dije
que en ese mismo instante me iba a verlo. Era el día de Navidad de 1937 y
desoyendo las recomendaciones de mis padres que opinaban que no era el mejor
día para salir de casa, me fui en busca de mi amigo.
Erik
Llevaba varios días sin ver a Elena, la librería de sus
padres estaba cerrada y nadie parecía saber nada de ellos, pero la mañana de
Navidad la vi rondando mi calle. Hacía frio, así que la invité a entrar en casa
para que se calentara. Decidí invitarla a comer, mis padres no pondrían objeciones,
eran unas personas devotas y buenas, que nunca le habían negado el pan a nadie.
Por eso me sorprendí cuando mi madre dijo:
—No compartiré mi mesa con una judía —Y clavando sus ojos en
mi amiga, continuó: — vosotros matasteis a Cristo y nos gustaría celebrar el
día de su nacimiento a solas. Así qué,
por favor, sal de mi casa.
Yo no cuestioné la decisión de mi madre. Sus palabras, así
como las de mi padre, eran ley para mí.
No acompañé a Elena a la puerta. Dejé que mi amiga se fuera
de mi casa y de mi vida para siempre.
Elena
Cuando la madre de Erik me echó de su casa, caminé despacio,
a pesar del frio, esperando oír las zancadas de Erik detrás de mí, incluso
imaginé su brazo rodeándome los hombros. Pero esto no sucedió. No volví a verlo
en mucho tiempo.
Al llegar a mi casa, mis padres me esperaban preocupados y decepcionados.
Me abrazaron e intentaron consolar el corazón roto de una muchacha de catorce
años.
La vida más mal que bien continuó para nosotros. Ese año de
1938 a los niños judíos se nos prohibió ir al colegio. Pero lo peor aún estaba
por llegar: una noche de noviembre unos exaltados entraron en nuestra librería,
destrozándolo todo. Rompieron los amados libros de mis padres y después los
quemaron. Uno de esos lunáticos era Erik.
Erik
La Noche de los cristales rotos destrozamos la librería de
los padres de Elena. Me ensañé. Podía haberlo hecho con cualquier otra, pero en
cada golpe dado descargaba la ira porque me habían robado a Elena. Ella era una
judía. Nunca podría volver a ser su amigo. Mucho menos su amante o esposo. Mi sangre no podía mezclarse con la de ella,
era lógico, pero ni tan siquiera había probado sus labios…
Esos labios que ahora pronunciaban mi nombre. Supe que si la
tenía en el campo, su presencia me atormentaría hasta el punto de besar su boca
maldita. Ese beso me llevaría a algo más. Al pecado. Y no podía consentirlo.
No.
Cogí mi arma y, cerrando los ojos, disparé.
Elena
Esos cristianos que nos acusaban de haber matado a su Dios,
se dedicaban a matar judíos igual que lo habían hecho durante siglos. Erik era
uno de ellos. Y ahora era mayor, más fuerte, más cruel. Intuí que en esos
tensos momentos en que me vio bajar del tren y me reconoció, su cuerpo ardió de
deseo. También supe que él y yo nunca nos conoceríamos como hombre y mujer.
Entonces disparó.
Y el cuerpo del hombre que una vez yo había amado, tiñó de
rojo la sucia arena de la estación de Auschwitch.
Después, mi destino se entrelazó al de miles de personas
cuyos antepasados habían matado a ese Dios que justo hoy, como todos los años,
volvía a nacer para demostrarnos su amor.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Tus comentarios son siempre bienvenidos