La librería de los Faber estaba situada cerca de el Prinsengracht, un canal en el lado occidental de
Ámsterdam. Adyacente a una casa museo
era mi lugar preferido para pasar el día, no solo por mi afición a la lectura sino
porque por algún motivo que no lograba discernir,
la cercanía de esa casa
me traía los últimos
recuerdos felices de un pasado que, sin ser bueno, fue mejor que los
sucesos que vinieron después. En cierto modo era como volver al hogar ya que
me hacía evocar momentos compartidos con otras personas que habían padecido lo
mismo que yo.
Pero esos instantes intuía que no
volverían.
La librería era grande, con un suelo de
madera oscuro que, extrañamente, a diferencia de las pisadas de otras personas,
no crujía a mi paso ni acusaba el barro que me manchaba los zapatos.
La librería contaba con anaqueles altos,
repletos de libros y polvo. Una escalera ancha y de cuatro escalones
servía para que los dependientes pudieran alcanzar los ejemplares más
elevados. Yo solía sentarme a leer en el primer peldaño de la escalinata
y cada vez que los empleados querían utilizarla, me levantaba para que ellos pudieran subirse
en ella.
Nunca me dijeron nada.
Tampoco manifestaron en ningún momento
disgusto o recelo cuando cada día cogía prestado un libro de los estantes. En
realidad nadie me prestaba atención. Solo, algunas veces, notaba los ojos de la
señora Faber fijos en mí.
Me observaba.
Con tristeza.
Y eso me confundía. Yo era feliz leyendo.
No entendía el motivo de su pena al mirarme.
Me gustaba leer casi todo tipo de historias,
menos las de guerra ya que esas me producían malestar, me agitaban y me hacían
dejar el libro sin ningún cuidado en el anaquel. Era entonces cuando alguno de
los dependientes se quejaba de frío o se quedaba mirando con fijeza el libro
que minutos antes yo había tenido en mis manos.
Con desconcierto.
O miedo, tal vez.
La señora Faber, no. Ella movía la
cabeza y musitaba palabras que yo no entendía a la vez que hacía la señal de la
cruz en su frente, el gesto de los católicos.
Un día, un ejemplar de Mujercitas cayó
en mis manos. El padre de las protagonistas estaba en la guerra y quise dejar
el libro con presteza, me quemaba en las
manos, pero una fuerza superior me impidió hacerlo. Comprendí el motivo
en cuanto la autora me presentó a Jo. La formidable Josephine March.
La rebelde.
La escritora.
Y supe que quería ser como ella.
Sí, un día, yo sería escritora y miles,
millones de personas, me leerían.
Comprendí que la mejor manera de
prepararme para ello era continuar leyendo. Sin parar. Leía, leía y leía. Día y
noche.
Un día y otro.
Sin descanso.
Una mañana de primavera, la señora Faber
se acercó a mi escalera. Miró a su alrededor y cuando comprobó que nadie estaba
cerca, me habló:
—Ha llegado el momento de que descanses,
mi querida Ana.
—No puedo, tengo que prepararme para ser
una gran escritora —le contesté.
—Tu sueño ya lo has cumplido, mi niña,
ahora debes partir —me dijo con una voz que a mí me sonó a enigma.
Pero también a cariño.
Entonces, se sacó de un bolsillo de su
delantal un ejemplar de una novela pequeña y me la tendió. Allí, en la portada,
estaba mi foto. Una niña delgada y morena. Sonriente.
Encima de la fotografía, mi nombre.
Ana Frank.
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