viernes, 21 de abril de 2017

El sueño de Ana



La librería de los Faber estaba  situada cerca de el  Prinsengracht,  un canal en el lado occidental de Ámsterdam.  Adyacente a una casa museo era mi lugar preferido para pasar el día, no solo por mi afición a la lectura sino porque por  algún motivo que no lograba discernir, la cercanía de esa casa
me traía los últimos recuerdos felices de un pasado que, sin ser bueno, fue mejor que los sucesos  que vinieron  después.  En cierto modo era como volver al hogar ya que me hacía evocar momentos compartidos con otras personas que habían padecido lo mismo que yo.
Pero esos instantes intuía que no volverían. 
La librería era grande, con un suelo de madera oscuro que, extrañamente, a diferencia de las pisadas de otras personas, no crujía a mi paso ni acusaba el barro que me manchaba los zapatos.
La librería contaba con anaqueles altos, repletos de libros y polvo. Una escalera  ancha y de cuatro escalones  servía para que los dependientes pudieran alcanzar los ejemplares más elevados. Yo solía sentarme a leer en el primer peldaño de la escalinata y cada vez que los empleados querían utilizarla,  me levantaba para que ellos pudieran subirse en ella.
Nunca me dijeron nada.
Tampoco manifestaron en ningún momento disgusto o recelo cuando cada día cogía prestado un libro de los estantes. En realidad nadie me prestaba atención. Solo, algunas veces, notaba los ojos de la señora Faber fijos en mí.
Me observaba.
Con tristeza.
Y eso me confundía. Yo era feliz leyendo. No entendía el motivo de su pena al mirarme.
Me gustaba leer casi todo tipo de historias, menos las de guerra ya que esas me producían malestar, me agitaban y me hacían dejar el libro sin ningún cuidado en el anaquel. Era entonces cuando alguno de los dependientes se quejaba de frío o se quedaba mirando con fijeza el libro que minutos antes yo había tenido en mis manos.
Con desconcierto.
O miedo, tal vez.
La señora Faber, no. Ella movía la cabeza y musitaba palabras que yo no entendía a la vez que hacía la señal de la cruz en su frente, el gesto de los católicos
Un día, un ejemplar de Mujercitas  cayó en mis manos. El padre de las protagonistas estaba en la guerra y quise dejar el libro con presteza,  me quemaba en las manos, pero una fuerza superior me impidió hacerlo.  Comprendí el motivo en cuanto la autora me presentó a Jo. La formidable Josephine March.
La rebelde.
La escritora.
Y supe que quería ser como ella.
Sí, un día, yo sería escritora y miles, millones de personas, me leerían.
Comprendí que la mejor manera de prepararme para ello era continuar leyendo. Sin parar. Leía, leía y leía. Día y noche.
Un día y otro. 
Sin descanso.
Una mañana de primavera, la señora Faber se acercó a mi escalera. Miró a su alrededor y cuando comprobó que nadie estaba cerca, me habló:
—Ha llegado el momento de que descanses, mi querida Ana.
—No puedo, tengo que prepararme para ser una gran escritora —le contesté.
—Tu sueño ya lo has cumplido, mi niña, ahora debes partir —me dijo con una voz que a mí me sonó a enigma.
Pero también a cariño.
Entonces, se sacó de un bolsillo de su delantal un ejemplar de una novela pequeña y me la tendió. Allí, en la portada, estaba mi foto.  Una niña delgada y morena. Sonriente.
Encima de la fotografía, mi nombre.

Ana Frank.

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