Acudir al cementerio a diario
era una necesidad para mí. Era un camposanto pequeño y bonito, lleno de
cruceiros y rincones hermosos. Aunque lo más bello para mí no debería haber
estado allí. Mi única hija, Iria, había fallecido víctima de unas fiebres y su
pequeño cuerpo había sido enterrado en una tumba que yo había podido comprar
gracias a los ahorros de toda una vida. Era una tumba pequeña, cobijada por un
ciprés y al lado de un pequeño y desvencijado banco de madera. Su
epitafio era sencillo: Iria, a
miña filla, nada 18 de novembro de 1921, sempre viva no meu
corazón, nunca morta.
En el aniversario del que
hubiera sido el duodécimo aniversario de su nacimiento corté unas hortensias de
la gran casa en la que yo trabajaba y se las llevé a mi hija. Eran sus flores
preferidas. También las mías. Las deposité en su tumba y me senté en el
banco a enjugar mis lágrimas, eternas como su ausencia.
-Veo que sigues amando las
hortensias, Clara –dijo una voz a mis espaldas a la par que una mano se posaba
en mi hombro.
No podía ser, era la voz que
yo había tratado de olvidar durante años, pertenecía al hombre que
había amado sobre todas las cosas. Me volví con incredulidad y ahí
estaba. Caio, el padre de mi hija. Sin yo quererlo, retrocedí en el
tiempo y visualicé nuestro pasado.
Nuestra historia era bastante
común. Él era el hijo de los duques de Ageitos , yo la hija del jardinero y de
la cocinera del enorme pazo que dominaba nuestra aldea. Yo ayudaba a mi
madre en la gran cocina ubicada en los sótanos de la imponente mansión.
Él solía bajar todas las mañanas para robar algún dulce de los que mi madre
preparaba. Yo hacía como que no me daba cuenta, pero notaba mi rostro enrojecer
mientras mi corazón saltaba desbocado y, con el tiempo, cada vez que lo veía sentía
algo desconocido entre las piernas.
Una mañana en la que mi madre
se encontraba ausente, Caio entró en la cocina. Yo daba vueltas al gran cocido
que se cocinaba a fuego lento en la lareira y él me sorprendió abrazándome por
la cintura. No protesté. El calor que sentía debido a la comida unido al que me
propició el abrazo de Caio me hizo olvidar las leyes del decoro y me dejé
llevar. Al instante silencié en mi cabeza las voces de mis padres
advirtiéndome sobre los señoritos. Caio me arrastró hasta la gran alacena
donde almacenábamos especias, aceites y vinagres, además de una gran cantidad
de conservas caseras para que los integrantes de la casa pudieran disfrutar de
las frutas y verduras durante el invierno. Y fue allí, entre los botes de
mermeladas, los aromas del clavo y del tomillo mezclados con los que
desprendían los convoys de aceite y vinagre que perdí aquello que mi madre me
había hecho prometer que conservaría hasta mi matrimonio. Mi preciada
virginidad.
Eso fue el comienzo. A ese
día se sucedieron muchos otros, cada vez más placenteros. Cuando vencí mi
timidez inicial disfrutaba untando el cuerpo de Caio con diversas confituras
para lamerlo a continuación. Él, por su parte, me hacía arrodillarme, llevaba
mi cabeza a su sexo y la apretaba mientras me tiraba del pelo. Después me
levantaba e izaba en el aire para lamer mi intimidad. Cuando se cansaba
me tumbaba en el suelo y montándome a horcajadas me hacía reconocer que el sexo
no era aquello tan malo que me habían contado.
Mi madre se percató al poco
tiempo de lo que sucedía y lejos de abroncarme me dio dos consejos: que no me
enamorara y que tuviera cuidado con que el señorito me preñara. Sus consejos
llegaron tarde. Llevaba años enamorada de Caio y un día descubrí que iba a
tener un hijo. Este descubrimiento coincidió con el anuncio por parte de los
duques del compromiso de Caio con la hija de un político de la capital.
No es que yo creyera que él
fuera a casarse conmigo, tampoco que me amara como yo a él.
No.
Lloré. Todo.
Mis padres quisieron llevarme
a visitar a la vieja Águeda, una vieja con fama de bruja que entendía de
hierbas que podían malograr a mi hijo. Me negué en redondo. Por no provocar un
escándalo mis padres cedieron.
Mi tripa fue creciendo al
mismo tiempo que se ultimaban los preparativos de la boda. Caio no volvió a
bajar a la cocina, ni siquiera la noche anterior al enlace, cuando mi madre y
yo, ayudadas por tres doncellas, nos afanábamos en preparar el banquete del día
siguiente. Mientras mi madre y sus ayudantes desplumaban codornices y asaban
jabalíes, yo hacía flanes de castañas. Desconozco si los invitados los
encontraron salados, no pude evitar que mis lágrimas cayeran en el preparado.
Al día siguiente,
coincidiendo con la hora en que Caio se iba a desposar, mi hija decidió
que ya era hora de llegar al mundo. Rompí aguas entre potes y fogones, arropada
por el calor que desprendía la lareira y a cuyas brasas mi madre arrojó
el cordón umbilical y la placenta. El chirrido de su crepitar fue el anuncio
que dio comienzo a la fiesta nupcial en el gran salón del piso de
arriba. El llanto de la niña se ahogó con la algarabía procedente de los
salones principales. El mio, también.
Al poco tiempo, las visitas
de Caio se reanudaron. Olvidé su abandono y volví a echarme en sus brazos,
obviando que era un hombre casado. Nunca se dignó a mirar a su hija. Yo buscaba
excusas a su comportamiento y acabé creyéndomelas. Solo vivía por y para él y
para nuestras visitas a la alacena. Mi padre murió por aquella época y mi madre
le siguió a los dos meses. Me convertí en la nueva cocinera y mientras esto
sucedía, Caio se volvió a marchar. Esta vez a la capital. Su suegro le ayudó a
convertirse en un político de pro y como buen aristócrata fue uno de los que
apoyaron a Primo de Rivera y su dictadura. No volví a verlo, pero al pazo
llegaban noticias de él y de su triunfo en la política.
Iria, por entonces, contaba
dos años de edad y era una niña curiosa a la que le gustaba estar conmigo
en la cocina y observar lo que yo hacía, como si ya de tan niña quisiera
aprender aquello que su abuela me había transmitido. Otras veces se
sentaba cerca del hogar y me pedía que le contara un cuento. Yo tenía poca
imaginación y era analfabeta, pero le contaba historias en las que el amor
triunfaba por encima de las clases sociales. Pronto, Iria quiso más. Mis
historias se le quedaban pequeñas y yo decidí aprender a leer y a escribir.
Para ello, pedí ayuda al párroco. Le dije que quería ser capaz de leer por mí
misma la palabra de Dios. Tras muchas dudas iniciales y viendo la oportunidad
de redimir a una pecadora como yo, accedió.
Mis señores dieron permiso
para que el cura viniera todas las tardes a la cocina a darme clases. Tal vez
fueron tan magnánimos conmigo porque al menos, suponía yo, la señora sospechaba
que Iria era su nieta. Siempre la trató con una distancia cariñosa.
Los libros me mostraron otra
dimensión de la vida. Por primera vez en mi existencia, anhelé conocer otros
lugares, otras gentes. Cuando podía, robaba los periódicos al señor y me
sumergía en sus letras negras que me hablaban de mujeres valientes, dispuestas
a cambiar el mundo. Ellas me mostraron que una vida sin Caio era posible,
que por mí misma podía ser feliz y que como mujer tenía mi lugar en el
mundo. Aunque bien es verdad que cada vez que entraba en la alacena no podía
dejar de estremecerme, mi corazón comenzó a curarse.
Después murió mi hija. Ni
siquiera el abandono de Caio me había preparado para semejante dolor. Esto hizo
que me refugiara todavía más en los libros. Y comprendí que por ella, por
mi hija, también por mí, debía seguir el ejemplo de esas mujeres. Ellas, a
través de sus letras, me gritaban que reaccionara. Yo era fuerte. Debía
serlo. Y tenía que seguir.
Volví a la realidad al sentir
una hortensia en mis manos. Caio la había cogido de la tumba de mi hija. Ni por
un momento había rezado por ella o había preguntado el motivo de su muerte.
Miré sus ojos y supe leer en ellos que quería reanudar nuestra relación
ilícita. Comprendí también que si algún vestigio de mi amor quedaba en mí, este
había muerto. Y me alegré de tener el valor para negarle el beso que
quiso darme.
Sí, yo era una mujer y
también una criada, pero algo estaba a punto de suceder. Al día siguiente, las
mujeres íbamos a tener algo que decir e íbamos a entrar en la historia.
Eran tiempos de cambios. *
Y yo también había
cambiado.
Menos mal que hubo cambios, y para bien... y que no vuelvan aquellos tiempos. Cada día me dejas sorprendida con los relatos ( pero para bien)... Me gustó mucho...besiños.
ResponderEliminarPues hay cosas que están volviendo y a mí me dan miedo, mucho.
EliminarBesicos, rula.
Cierto es que esos cambios fueron importantes y necesarios, aunque no olvidemos que aun queda mucho por cambiar. Como decimos en mi tierra, a loita continua
ResponderEliminarY muchas cosas que se consiguieron, se están perdiendo de nuevo... Sí, la lucha debe continuar, pero sin armas, por fi.
Eliminar¡Qué buena historia, Sue!
ResponderEliminarFelicitaciones, me encantó.
¡Gracias, Héctor!
EliminarUn besico grande. Claro, que como tú dices, si es besico no puede ser grande... Tengo que analizar eso... :)
Amiga mía corta pero intensa me encanto te quiero
ResponderEliminarGracias, amigo mio. Yo también te quiero. Mucho.
EliminarMe ha encantado. Es un placer recuperar tus lecturas
ResponderEliminarGracias, Gloria.
EliminarMe alegro de que te siga gustando leerme.
Un biquiño.
Qué lindo texto, Sue! Me encantó y me pareció muy emotivo. A pesar de que el tema parezca de típico culebrón, el modo en que tratas las emociones que allí se juegan me gustó mucho. Y la descripción de esos momentos en la cocina...muy bueno. Enhorabuena....voto!
ResponderEliminarGriacias, Moe. Este texto es el resultado de una propuesta sobre cocina de la página de la que te hablé. Mira porqué derroteros me llevó la cocina, jajajaj.
EliminarBeso.