Este relato es la primera parte para un reto del Círculo de Escritores. Es un relato escrito a medias con mi compi Ragnar Lothbrok.
Era noche de fiesta. El señor de la casa y la viuda del anterior magistrado celebraban sus esponsales. La luna llena del equinoccio de primavera se alzaba en el cielo. Grande.
Majestuosa.
Abigail cerró los ojos y trató de alejar de su mente otra primavera. Otra luna llena. La odiaba. Una noche igual habían encontrado a su madre desmayada en una cueva. Desnuda. Y con evidentes signos de haber bailado con el diablo. Después, el juicio.
Y el auto de fé.
La habían quemado.
Viva.
Si se concentraba, Abigail todavía podía escuchar los gritos desgarradores de su madre y el crepitar de la leña bajo sus pies. Después había venido el dolor, el suyo propio y el de su padre, un hombre tosco, pero de buen corazón, que había tornado sus ojos grandes en rendijas oscuras que escudriñaban a cualquiera que se le acercara.
Menos a su propia hija, a quien adoraba.
Por ello había decidido darle una madre y se había vuelto a casar. Venciendo sus reticencias había cortejado a la mujer que ahora era su esposa.
Unas nubes aparecieron de repente en el cielo y semiocultaron la luna. Un presagio, pensó Abigail. Y sin saber por qué, miró a la ya nueva esposa de su padre. Sus ojos eran dulces e irradiaban ternura. No perdía de vista a su esposo y todos sus gestos irradiaban amor hacia él. Abigail se preguntó si también la querría a ella.
Tal vez al principio, sí.
Después se daría cuenta de lo que ella era y se asustaría. Entonces tendría que matarla. Al igual que había matado a su primer marido, el magistrado. Porque él había descubierto que la sangre de la madre de Abigail era negra y por lo tanto, de hechicera. Y al condenarla se había condenado a él mismo.
Miró a su padre y, como otras veces, perforó su mente para atraparle el pensamiento.
Si quereis saber como continúa...
pincha aquí...
Era noche de fiesta. El señor de la casa y la viuda del anterior magistrado celebraban sus esponsales. La luna llena del equinoccio de primavera se alzaba en el cielo. Grande.
Majestuosa.
Abigail cerró los ojos y trató de alejar de su mente otra primavera. Otra luna llena. La odiaba. Una noche igual habían encontrado a su madre desmayada en una cueva. Desnuda. Y con evidentes signos de haber bailado con el diablo. Después, el juicio.
Y el auto de fé.
La habían quemado.
Viva.
Si se concentraba, Abigail todavía podía escuchar los gritos desgarradores de su madre y el crepitar de la leña bajo sus pies. Después había venido el dolor, el suyo propio y el de su padre, un hombre tosco, pero de buen corazón, que había tornado sus ojos grandes en rendijas oscuras que escudriñaban a cualquiera que se le acercara.
Menos a su propia hija, a quien adoraba.
Por ello había decidido darle una madre y se había vuelto a casar. Venciendo sus reticencias había cortejado a la mujer que ahora era su esposa.
Unas nubes aparecieron de repente en el cielo y semiocultaron la luna. Un presagio, pensó Abigail. Y sin saber por qué, miró a la ya nueva esposa de su padre. Sus ojos eran dulces e irradiaban ternura. No perdía de vista a su esposo y todos sus gestos irradiaban amor hacia él. Abigail se preguntó si también la querría a ella.
Tal vez al principio, sí.
Después se daría cuenta de lo que ella era y se asustaría. Entonces tendría que matarla. Al igual que había matado a su primer marido, el magistrado. Porque él había descubierto que la sangre de la madre de Abigail era negra y por lo tanto, de hechicera. Y al condenarla se había condenado a él mismo.
Miró a su padre y, como otras veces, perforó su mente para atraparle el pensamiento.
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