Mi familia y yo residíamos en China porque mi padre era comerciante de libros orientales. Por aquel entonces, yo tenía ocho años y estaba enamorado de la hija del mayor proveedor de mi padre que era, a su vez, el dueño de la mejor librería de la ciudad. Esta era un lugar grande y luminoso, lleno de magia. También servía de vivienda para mi amada y sus parientes.
Se llamaba Li y tenía mi edad.
Entre libros y a escondidas de su familia, nos hicimos amigos. Era una niña especial con sueños peculiares: aprender a nadar para cruzar el océano que la separaba de Occidente. Y, al crecer, ser mi prometida.
Li empezó a cojear el primer verano que pasamos juntos. Al principio me burlaba de ella, yo era más veloz, más rápido. Ella sonreía y ocultaba el dolor que le producían sus pies. Como por arte de magia, estos habían menguado varios centímetros.
Una tarde, Li se cayó al suelo. La ayudé a levantarse y la abracé. Fue la primera vez que escuché el latido de su corazón. Después se sentó para descalzarse y me enseñó sus pies fajados.
Sus muñones ensangrentados.
Me explicó que cuanto más pequeños, más hermosos. Así sería sencillo para su padre encontrarle un buen esposo.
Comprendí que Li nunca lograría sus sueños. Y lo más triste de todo era que ella siempre lo había sabido.
Al día siguiente, mi madre me comunicó que abandonábamos el país. La dinastía reinante había caído y mi padre no sabía si la república sería beneficiosa para sus negocios.
Protesté.
Nadie me hizo caso.
Mi padre me dijo que olvidaría a Li.
Por supuesto, tenía razón.
Tuvieron que pasar dos guerras para que yo regresara a China. El recuerdo de Li me invadió y quise visitarla. No fue difícil encontrarla: ella seguía viviendo en la librería. A su edad, era casi una anciana aferrada a unas muletas. Sus ojos brillaron al reconocerme e hizo ademán de acercarse a mí. Se cayó al suelo.
Fue la segunda vez que escuché el latido de su corazón.
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