Me sentía afortunado por contar con el amor de las dos
mujeres de mi vida: mi madre y mi esposa. Ambas se entendían y se llevaban
bien, como madre e hija. Así que cuando yo, debido a mi trabajo de pescador,
debía ausentarme varias semanas, ellas se hacían mutua compañía.
Sucedió que debido a unos problemas derivados de los
protocolos de pesca y a varias agresiones de los pescadores del país en que
faenábamos, tardé más de dos meses en volver a casa.
Las comunicaciones entre mi país y aquel en el que trabajaba eran nefastas, así
que no pude avisar de mi regreso. Llegué una madrugada y ya en la puerta de
casa percibí algo extraño. Una aldaba con un candado cruzaba la puerta de lado
a lado.
Desconcertado llamé a la puerta, pero nadie me abrió.
Golpeé la puerta con mis puños y pies y logré resquebrajar
la madera de la puerta. Pero eso no era suficiente. No podía entrar.
Recordé que en el cobertizo donde guardaba las redes tenía
una cizalla y hacia allí me dirigí. Con ella en la mano volví a casa y corté el
candado.
No estaba preparado para lo que encontré.
No.
Mi madre estaba sentada en su mecedora, mirando al vacío. Y
mi esposa…¡oh, mi esposa! Era tan solo un esqueleto. La
reconocí por las ropas que llevaba puestas y los jirones de su maltrecha melena
rubia qué colgaban, como si fueran serpientes de la medusa, de su calavera.
—Lo siento, hijo. Dijeron que teníamos el ébola y alguien
nos encerró en casa —musitó mi madre.
— ¿Cómo es posible que mi esposa presente este estado? —me
atreví a preguntar.
Y mi madre, con un hilo de voz, me contestó:
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