Nunca me he considerado racista. Siempre he tenido claro que
todos somos iguales, da igual nuestra raza, religión o lugar de nacimiento.
Esta postura me ha costado muchas discusiones e incomprensiones.
Había una cosa que me encantaba: el ir a mi ciudad y ver la multiculturalidad
de sus calles, del barrio en el que nací y en el que siguen viviendo mis
padres.
Pero ahora…
Hace algún tiempo, en una visita a Zaragoza, me descubrí siendo una racista de musulmanes,
que no de árabes o magrebíes. De repente me molestaba ver a las mujeres tapadas
o ser la única sin velo en un ascensor del Ikea. Y no me gustaba. No. Esa no
era la Susana que siempre había sido. La que yo conocía.
Y tenía miedo. Miedo a caminar por la noche en mi ciudad. En
mi barrio. En el barrio de al lado. Mi retorcida mente de escritora se ponía en
marcha cada vez que pasaba delante de los mal llamados moros.
Después se me pasó. Era verlos huyendo de la guerra y
denostarme por haber sentido tan siquiera un instante esa especie de
animadversión hacia ellos. Quería
ayudarles, quería hacer algo. Lo que fuera.
Pero ahora…
Otra vez vuelvo a sentir miedo. Y tal vez racismo. No lo sé.
Estoy confundida. Aquí, en Vigo, no hay casi musulmanes, pero ayer dos pasaron
por mi lado. Hombre y mujer. Ella con pañuelo en la cabeza. Y pensé mal. Muy
mal.
Me siento extraña.
Mucho.
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