Todos los comienzos de semana entablaba una lucha entre la pereza y la responsabilidad. Casi siempre ganaba la primera; pero aquel lunes de mayo fue diferente. Corrí a la escuela como peonza embravecida ya que el maestro había enfermado e iba a ser sustituido por Marisa, una joven que había regresado al pueblo después de haber estudiado en las mejores universidades de Europa. La noticia había corrido como la pólvora y todos los alumnos ya formábamos una fila ordenada en la puerta del aula cuando ella llegó.
El perfume de su piel unido a la sonrisa franca que exhibía, hizo que todos los niños cayéramos rendidos a sus pies, algo que se intensificó con el paso de los días. Marisa no solo se preocupaba de que tuviéramos una caligrafía legible o aprendiéramos las tablas de multiplicar, también nos hablaba de libertad e igualdad.
Todos escuchábamos fascinados.
El verano llegó demasiado pronto y, con él, el comienzo de las vacaciones. No me alegré de ello. No concebía un día sin ver a Marisa. Así que preparé mil triquiñuelas para encontrarme con ella. Ora en el bosque, ora en la plaza, de día o al atardecer, la maestra se topaba conmigo. A veces, me sonreía azorada, otras musitaba un saludo y continuaba su camino. Las más de las veces bajaba la vista, como avergonzada.
Eso me dio esperanzas. Mi mente de niño se pobló de imágenes en las que ella moría de amor por mí. Unas veces huíamos debido a la incomprensión del pueblo. Otras, la gente aceptaba lo nuestro y ella esperaba a mi mayoría de edad para poder casarnos.
Sueños.
Una tarde oí a mis padres discutir. Mi madre acusaba a mi padre de verse con la maestra. Mi padre no lo negó. En lugar de eso, anunció que la amaba. Y que haría todo lo posible por estar a su lado.
En ese momento murió el niño que yo era y nació el monstruo en el que me convertí. Pasé la siguiente semana pensando en mi venganza. No me fue demasiado difícil.
El 18 de julio estalló la guerra y el bando nacional ocupó nuestro pueblo. Denuncié a Marisa ante los militares y ellos, sin preguntarme demasiado, creyeron en mi palabra. ¿Cómo les iba a mentir un niño inocente, devoto de la Virgen María? Además, la madre del pequeño estaría encantada de corroborar la historia.
Marisa fue acusada de inocular el virus republicano a los alumnos del colegio y de desvirtuar los valores del catolicismo.
No tuvo juicio.
Nadie creyó en su inocencia.
Al día siguiente fue fusilada en las tapias del cementerio.
Mi padre lloró. Mi madre pudo al fin descansar.
Yo, con el paso del tiempo, me convertí en el párroco del pueblo.
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