Relato seleccionado para el libro de Mujeres Viajeras.
Dicen
algunos viajeros que cuando uno recuerda la ciudad de Chiang Mai, la mente se
llena de elefantes y sombrillas. De budismo y meditación. De sonrisas y
sabores.
De
masajes.
Pero
no.
No
en mi caso, al menos.
Cuando
yo evoco Chiang Mai, casi la totalidad de mi cerebro se impregna de su
recuerdo. Del de ella. El de la mujer bella de cuello largo. Esa que
para mí fue diferente y especial.
Única.
Aún
así, a veces, el tacto de los elefantes retorna a mi memoria. Es imposible olvidar sus trompas alrededor de
mi cuerpo, simulando un abrazo, como si fuera una muestra de agradecimiento por
las caricias prodigadas en su áspera piel. En esos momentos ellos fueron lo más
bonito del viaje, por lo que supuse que nada ni nadie nos haría sentir a mis
acompañantes y a mí algo tan intenso y maravilloso.
Pero
no.
No
en mi caso, al menos.
Al
salir del campo de elefantes, mi esposo, nuestros compañeros y yo, nos
dirigimos al poblado donde habitan la tribu de los Karen. Nuestra intención era visitar a las mujeres jirafa,
pertenecientes a la etnia Padaung, refugiadas birmanas a las que Tailandia
acoge en su territorio.
El
poblado, donde viven las mujeres de cuello largo, tiene una calle principal
compuesta por un conjunto de tiendas de madera que sirven para exponer los
artículos que ellas confeccionan con sus manos. No hay mejor reclamo para
vendérselas a los turistas que ellas mismas, con sus cuellos largos anillados y
sus caras pintadas. Detrás de esta
calle, se encuentran sus casas.
Fue
en una de estas tiendas donde la conocí.
Tal vez fue su cara dulce o el sonido que sus manos lograban arrancar a
una guitarra, no lo sé, lo cierto es que
ella me imantó. Fue algo natural que nos pusiéramos a conversar, con una mezcla
de español y algo de inglés. Me habló de sus hijos y yo le conté algunas cosas,
pocas, de mi vida.
Pero
el tiempo se aceleró y nosotros teníamos que seguir recorriendo el poblado, así que nos despedimos. Seguimos andando por
la aldea, hablando con otras mujeres, admirando sus manualidades. Quise continuar, pero no pude. Algo
inexplicable hizo que me detuviera.
Volví sobre mis pasos y regresé con
ella.
Sentí
que era donde debía estar.
Ella
seguía rasgueando su guitarra y, al verme de nuevo, me tendió la mano.
Impulsivamente, la besé en la mejilla. Su gesto fue de sorpresa, pero al punto
sus labios esbozaron una sonrisa franca. Fue entonces cuando le pregunté por la
leyenda. Esa que dice que una mujer de cuello largo ha de nacer en miércoles de
luna llena, siendo a su vez hija de mujer jirafa. Me miró y suspiró. Imaginé
que me iba a decir que sí, que todas las mujeres del poblado reunían esos
requisitos.
Pero
no.
No
en su caso, al menos.
Ella
no sabía el estado de la luna cuando nació. Y no había conocido a su madre. Tan
solo era una refugiada que se ganaba la vida como podía. Entonces pensé que Tailandia se cobraba en
ellas el precio por protegerlas. No había nada altruista en darles cobijo. No
quise ponerla en una situación comprometida, así que callé. Ante mi silencio,
ella me miró y creo que comprendió mis pensamientos.
Entonces
me enseñó algo.
Era
un trozo de metal, parecido al que ella llevaba en el cuello, pero con una
abertura posterior.
—Ponte
el collar —me dijo.
Y
así lo hice.
Por
un instante pude sentir el peso de su vida. De su supervivencia.
Se
llamaba Mana y nunca la he olvidado. Aquel día compartimos una guitarra, un
beso y algunas confidencias. Mientras mi gente visitaba el poblado, yo me quedé
con ella. Algo en sus ojos me retuvo a su lado y se quedó en mi corazón para
siempre.
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